El mandatario uruguayo
es un líder de enorme talla que se ha convertido en un referente de la
izquierda latinoamericana
En la entrevista con
el director de EL PAÍS, habla de la paz en Colombia, de EE UU o de la
legalización de la marihuana
—Mi país es un país pequeño; si hubiera sido grande se diría ahora que la
socialdemocracia empezó en Uruguay.
No le falta razón, desde luego, y su reflexión me lleva a imaginar que si
Uruguay fuera un país grande, en términos históricos, entonces él quizá sería
uno de esos gobernantes cuya estatura inspira a millones de personas más allá
de las fronteras nacionales, influye sobre otros líderes y se asegura una
impronta profunda en la política de su tiempo. Tras una larga conversación el
jueves pasado a primera hora de la mañana, salgo de la residencia del embajador
en Madrid convencido de que, si Uruguay fuese un país grande, efectivamente la
socialdemocracia se hubiera inventado allí. Pero también de que en un país
grande habría sido muy difícil que la personalidad de Mujica se hubiese abierto
paso hasta las altas poltronas del poder, una vereda de imposible tránsito para
aquellos que renuncian de forma absoluta y expresa a someterse a la política y
a sus exigencias, al menos como se conocen desde que las formulase Maquiavelo.
El presidente, de 78 años, resulta conocido por vivir en una casita
modesta, de apenas 45 metros cuadrados construidos, vieja de caerse a trozos,
sin personal de servicio, en las afueras de Montevideo, donde cocinan él o su
esposa cada día y donde plantan flores en un pedazo de tierra y que antes
vendían en los mercados. Una cueva, en palabras de Luis Alberto Lacalle,
adversario político. Todo ello contribuye a alimentar los clichés que tratan de
reducirle a una figura marginal o excéntrica, pese a que, de cerca, Mujica
muestra hechuras de líder de enorme talla, en un momento en que el poder se
deshilacha y los grandes dirigentes escasean. Algunos de sus planteamientos
—“el mensaje del chavismo tiene vocación democrática”— resultan de difícil
digestión para cualquier observador independiente, pero Mujica sabe equilibrar
de inmediato sus abandonos temporales de la corrección política con abruptos
golpes de realismo político. Cultiva relaciones con el presidente de Colombia,
Juan Manuel Santos, con el expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva,
las tuvo con Hugo Chávez, de una manera u otra se encuentra en el centro del
universo de la izquierda latinoamericana, mantiene lazos con todos y habla con
conocimiento de primera mano de sus políticas. Le comento todo lo anterior para
averiguar cuál es la figura política que más ha marcado a América Latina en
tiempos reciente. Contesta rápido, sin dudar ni un segundo, como si esperara la
pregunta o como si hubiese interiorizado la respuesta mucho tiempo antes:
—Lula.
—¿Y por qué?
—Es un personaje histórico. De gran altura simbólica. ¿Por qué? Porque
construyó primero una central, construyó un partido, luchó por el Gobierno,
tiene un liderazgo natural, no se aferra a él, sabe que tienen que sucederlo.
La muerte le estuvo golpeando, probablemente le sirvió para pensar. A veces no
es tan mal compañera la muerte cuando cae en extremo; pero una amenaza, el
tener en juego la vida y estar en la cama y en el hospital, eso ayuda a ver lo
relativo de nuestra pequeñez y mirar más lejos. Cualquier causa importante
supera la vida, el paréntesis de una vida humana, es allí donde deben
expresarse construyendo colectivamente. Pero, bueno, los hombres estamos
sometidos al espejo y al despiadado amor a la vida y a veces en la flagrancia
de determinadas posiciones no deja de haber un brutal amor a la vida. Y ha sido
una tendencia humana.
De la izquierda en América Latina
Al sentarse para la charla, el presidente pide un té, le ofrezco mi taza
recién servida y la acepta porque no le añadí azúcar. Mujica es un gran
consumidor de mate, la infusión nacional argentina y uruguaya, de sabor amargo.
Me doy cuenta de inmediato de que resultará imposible mantener una entrevista
clásica de pregunta y respuesta. Su alocución desborda cualquier molde, a
preguntas concretas responde con grandes elaboraciones que evaden los
compromisos cuando él desea evadirlos, pero ellas contienen siempre suficientes
elementos de interés y de verdad como para mantener la fascinación, mezclan
observaciones precisas con gigantescos meandros discursivos sobre la vida, la
muerte, el amor o la generosidad. El primer ejemplo de lo anterior se produce
cuando trato de indagar sobre su relación con Argentina, nunca exenta de
tensiones comerciales y agravada de forma reciente tras su declaración de que la
“vieja”, en alusión a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, resulta más
insufrible que “el tuerto”, su marido, Néstor Kirchner, ya
fallecido.
—Maravilloso. Argentina es maravillosa. Argentina es un país bárbaro. No,
yo no me quejo; la quiero en pila, además en sentido trascendente. Compartimos
una argentinidad. Soy federal. Artigas [el gran líder de la independencia en
Uruguay] es un héroe argentino en sentido macro. Es el fundador del federalismo
en el Río de la Plata y si algún día la nación se construye será una nación
federal con una fuerte independencia. Pero no quiero hablar de estas cosas con
un español porque… ¡coño!
Me resigno pues al formato de entrevista-río sobre el bien y el mal que el
presidente uruguayo impone sin imponer, que no carece en absoluto de seducción,
como compruebo a medida que avanza y me obliga a dejar de lado el cuestionario
y a concentrar toda mi atención en desmadejar y responder a los hilos de
pensamiento que él trenza a velocidad de vértigo. Mujica fue guerrillero
tupamaro hasta su detención en 1972. En total pasó 15 años de su vida en
prisión, muchos de ellos en confinamiento solitario, en condiciones extremas,
sometido también a tortura. Del radicalismo de inspiración cubana de sus años
guerrilleros, el presidente de Uruguay ha pasado a convertirse en un gran
teórico de los consensos entre poder y oposición, del papel del Estado,
convencido de la necesidad de primar las instituciones, incluidos los partidos
políticos, por encima de los caudillismos, de nefasta huella en el continente.
Queda en su discurso, no podría imaginarse de otra manera, una suerte de
radicalismo de baja intensidad en el pensamiento que contrasta muy vivamente,
sin embargo, con el ejercicio habitual de la política en América Latina, de
Europa ya ni hablamos.
—¿Cómo es el juego de billar? Es muy importante los tantos que usted pueda
hacer con la bola. Pero tan importante como eso, o más, es cómo queda su bola.
—Para la siguiente jugada.
—Para la siguiente jugada. Esta es la cuestión. No solo lo que uno hace,
porque no se puede construir algo importante de largo plazo si no se logra un
cierto margen indirecto de influencia en la propia oposición. Por lo menos en
los niveles más racionales de la oposición, porque en el fondo hay que
construir con todo. ¿Es un camino largo? Sí, pero me parece que a la larga es
el único posible.
Y sin embargo, le digo, la tentación de la reelección y del caudillismo
siguen siendo grandes en el mapa político de América Latina, donde hasta en las
democracias más asentadas se han visto forzados los mecanismos constitucionales
para permitir nuevos mandatos a la medida de gobernantes que se han visto a sí
mismos imprescindibles para el futuro de sus naciones, por encima de partidos,
instituciones y sociedad civil. Lo hizo Chávez, Correa, Morales. En su día,
también Uribe cayó en la tentación. En Argentina está por ver. Le pido a Mujica
cómo puede explicar esta deriva en todo el continente desde su experiencia en
Uruguay.
—Porque las personalidades terminan ocupando más escenario que los
partidos. Los partidos aseguran la sucesión de las causas, las personalidades
están sujetas a la biología. Obviamente que se precisan personalidades, pero en
Uruguay, los que a la larga vienen decidiendo son los partidos. En otros lados
no es así, influyen muchísimo hasta las personalidades coyunturales. En
Argentina, usted puede hacer cualquier cosa, pero si aspira a luchar por el
Gobierno tiene que ser peronista, y peronista es un todo, y después son varias
cosas a su vez, y eso es como una cultura que se generó y no se puede
desconocer. Allí hay izquierda, hay centro, hay derecha, hay de todo. ¿Cómo se
combina eso? Es el artilugio de la política. En Chile creo que están jugando
las personalidades hoy muy fuerte, daría la impresión, y hay un relativo
debilitamiento de los partidos.
—El caso extremo sería Venezuela.
—Venezuela tiene una de las contradicciones más severas porque era muy
fuerte la personalidad de Chávez. Absorbía y cubría todo el escenario y es
probable que tuviera tal peso que mitigaba penurias de gestión que son
históricas en Venezuela, que no son de hoy, que son hijas de una sociedad
abundante en recursos naturales y que cohabitó y se acostumbró mucho a vivir de
los recursos naturales. Cuando uno ve el precio interno del combustible en
Venezuela y todavía una buena cantidad de ese combustible se va de contrabando
para Colombia, ¿cómo se sostiene esto?
—Yo diría que no se sostiene.
—Venezuela tiene la intención política de ir a pasos muy acelerados en una
construcción un tanto socializante. ¿Qué cosas tiene a favor? La más fuerte, a
mi juicio, es que el proceso histórico terminó depurando totalmente a las
Fuerzas Armadas y son unas Fuerzas Armadas chavistas, pero son Fuerzas Armadas,
y así como las gallinas están programadas para poner huevos, las estructuras
militares una vez que toman un rumbo, tienen un peso. Eso es una de las
seguridades que tiene el régimen.
—Yo no lo veo como algo positivo.
—Pero, a su vez, mire qué paradoja. De haber una rotación política se puede
tensionar mucho la sociedad venezolana. Ojalá que no, ojalá que esto no pase.
Yo creo que en Venezuela hay que ayudar en todo lo que se pueda a buscar
racionalidad. No comparto el tono de la discusión y todo eso, porque una
izquierda que quiera ser democrática, y el mensaje chavista lo es, tiene que
acostumbrarse a vivir con la oposición y la oposición tiene que acostumbrarse a
convivir. Es una evolución de madurez en las sociedades. Las transformaciones
socializantes no pueden ir contra la democracia.
—¿Eso se lo dijo a Chávez?
—Estas cosas yo se las he dicho a Chávez hablando.
—¿Y qué le contestó?
—Los consejos no sirven nada más que para pasar un buen rato. De respeto.
Los seres humanos, desgraciadamente, aprendemos apenas un poco de lo que
vivimos, no de lo que nos aconsejan.
—Esto es, le escuchó los consejos, pero no se mostró muy dispuesto a
aplicarlos.
—Yo creo que globalmente el Caribe, en términos genéricos, es de posturas y
lenguaje como terminantes; con posiciones muy en blanco y negro. Y eso es
difícil. Pero en general, en América Latina nunca tuvimos lo que tenemos hoy.
Nunca. Nunca tuvimos instituciones, por ejemplo, como Unasur, que se llaman
telefónicamente todos los presidentes de América y en menos de 24 horas se
juntan y deciden cosas importantes desde el punto de vista de la política,
siendo de composiciones distintas.
—La reunión de Lima de Unasur en la que se decidió el apoyo a Nicolás
Maduro tras su controvertida elección fue polémica, francamente.
—Fue y tenía que ser polémica. Claro que tenía que ser polémica. Ahora
estamos en una encrucijada: lo más importante que está pasando en América
Latina es la tentativa de construir paz en Colombia. Es una de las cosas más
importantes en las últimas décadas que han pasado y en todo lo que se pueda hay
que tratar de ayudar.
—Lo está liderando el presidente Santos, que no viene precisamente del
universo intelectual y político de la izquierda.
—Sí señor, pero tiene mérito por ello. Tiene mucho mérito por ello. Es,
definitivamente, un hombre abierto que resiste el cansancio y transforma en
política el cansancio de una guerra interminable a lo largo de décadas y que
está buscando un paréntesis y que debiera recibir un caluroso apoyo de la comunidad
internacional. Pero que tiene obstáculos muy grandes porque tantos años de
guerra se han transformado en intereses contradictorios, en una multitud de
cosas y, obviamente, mucho dolor y cuando hay mucho dolor se apela al
sentimiento de justicia. La justicia y el dolor en estas cosas andan al filo de
la navaja con la venganza hacia un lado y hacia el otro. Si entran en ese
camino no salen más de la guerra. Lo prioritario es la paz, la paz y la paz.
Del progreso social
Por mucho que Mujica predique la necesidad de consensos amplios con las
oposiciones, internas y externas, como forma de consolidar los avances
sociales, lo cierto es que las leyes adoptadas sobredespenalización del aborto (octubre
de 2012), matrimonio homosexual(abril
de este año) o la norma aún en discusión para que el Estado controle la
producción y venta de marihuana no lo fueron sin una notable contestación
interna. Las dos primeras han confirmado la posición de Uruguay como uno de los
países más liberales de América Latina. Luego está la lucha contra la pobreza extrema,
lacra que ha recorrido el continente sin distingos durante décadas, ha inflado
las retóricas de los gobernantes que no pudieron o supieron ofrecer resultados
concretos, y que solo en los últimos años comenzó a ofrecer esperanza a
millones de personas en Brasil o Colombia. “Históricamente, Uruguay ha sido el
país más equitativo de América Latina”, explica Mujica, “el que distribuyó
mejor, pero la crisis de 2002 y algunas cosas de la década de los noventa
afectaron mucho a la desigualdad. Mucho. Se está corrigiendo”. Más de 800.000
personas, según sus estimaciones han logrado escapar a la miseria, “aunque nos
queda un núcleo duro, que hace mucho tiempo está desvinculado del mercado
laboral y que no es un problema que se arregle solo con plata”.
La legalización de la marihuana es el
proyecto que más resistencias ha encontrado, va para un año que el
Gobierno la presentó, la demora coincide con las opiniones mayoritariamente en
contra de los ciudadanos y nadie está seguro de que la norma vea finalmente la
luz. El presidente niega que se planteen medidas a favor de la marihuana, se
trata de una adicción, una plaga, es tajante sobre ello. Pero a continuación
viene el toque Mujica, el desmarque de lo políticamente aceptable que descoloca
a sus adversarios, la reflexión que hacen expertos y algunos expresidentes,
pero que se guardan bien de formular los gobernantes en ejercicio. Él no:
—¿Por qué lo planteamos? Porque somos uruguayos, porque estamos en la
historia. Allí discutieron en la década de 1910 el asunto del alcohol. ¿Sabe lo
que hizo el Estado? Monopolizó la fabricación de alcohol de boca para eliminar
los que entreveraron alcoholes de madera. Lo entró a cobrar caro. Y ahí sacaron
una rentabilidad para atender salud pública. ¿Qué hicieron los craks del mundo?
La ley seca de Estados Unidos mire cómo le fue y hasta Stalin quiso prohibir el
alcohol. Chuparon más que nunca. No. En mi país con la marihuana queremos hacer
un camino de ese tipo. Ahora, ¿si hay solución contra el narcotráfico? No
sabemos. Es un experimento. Es un experimento por lo siguiente: esto lleva casi
100 años que estamos reprimiendo. ¿Y? ¿Dónde están los triunfos? Les ganamos
todas las batallas: tantos kilos acá, el barquito este, lo otro, pero sigue
funcionando. Y esa es la batalla. Yo creo que es una actitud conservadora. Se
echaron a vivir aparatos de combate, fuertes, que viven de eso. Y ahora tienen
esa lógica, también presionan. Se transforman en instrumentos de presión
política. ¿Perdemos, no perdemos? No importa. Nos parece que hay que tener el
coraje de plantear esta discusión. Y veremos hasta dónde llegamos.
Del español y del catolicismo
De Madrid, Mujica tenía previsto
viajar ayer sábado a Roma para verse con el Papa. No asistió a
la entronización de Francisco en marzo porque esa era una fiesta de la
cristiandad, según explica, y del catolicismo. “Y yo no soy católico; soy ateo;
aunque voy camino de la muerte todavía no me he podido reconciliar con la idea
de Dios”. Pero sí se ha reconciliado con la idea del Papa, o al menos de
visitarle. Por qué ahora, le pregunto, pese a que no se me ocurriría
preguntarle a ningún gobernante del mundo por las razones para conocer al
Pontífice, de obvias como son, pero con Mujica nunca se sabe.
—Ojo, los latinoamericanos tenemos dos grandes instituciones comunes: la
lengua. Porque el portugués, si hablas despacio, se entiende. Y la otra es la
Iglesia católica. Esas son las columnas vertebrales comunes que tenemos en
nuestra historia y no reconocer el papel político de la Iglesia católica es un
error garrafal en América Latina. Y yo, por más ateo que sea, no voy a cometer
ese error. Tengo hondo respeto; no quise venir a saludarlo porque me daba la
impresión que era una fiesta del catolicismo y me pareció que hubiera sido un
error. Ahora, no reconocer el peso indirecto, espiritual que tiene en la gente
Roma, y bueno, además teniendo un Papa del barrio.
—¿Qué piensa tratar con él?
—Colombia.
—¿Por qué?
—Pedirle que en la manera de lo posible que haga todo lo que pueda por
apoyar el proceso de paz para Colombia porque yo le doy una importancia brutal.
Porque esa puede ser la puerta de entrada de la parte más reaccionaria de la
política americana que, por suerte, en el horizonte se están despejando algunas
cosas en la medida de que ese ser político gigantesco que es adicto al petróleo
solucione internamente su problema energético. Bueno, ya no tendrá necesidad de
andar con el garrote poniendo orden en el mundo porque eso tenía mucho olor a
petróleo siempre y puede ser que vivamos un poco más tranquilos. Me estoy
refiriendo a no darle oportunidades a esa parte más reaccionaria que hay ahí
dentro de Estados Unidos. Yo no pongo a Estados Unidos, a todos, en la misma
bolsa. Obama no es de esa parte reaccionaria. Pero hay que cuidarse de eso
porque ese animal existe. Basta leer los discursos, escuchar y uno se da cuenta
de que eso existe.
De la sobriedad como mensaje
La conversación se acerca a su final. Fuera, en el jardín, están preparadas
ya las cámaras y los focos para una entrevista con la televisión. Mujica
explica que, más allá de la política, siempre ha aspirado a dar ejemplo de
compromiso con la sociedad en la que vive, que no gusta de los grandes gestos,
que el mejor dirigente no es el que hace más, sino el que, cuando se va, deja
un conjunto que le supera con ventaja. “Eso se verá con el tiempo”, dice de
forma pausada. “A eso aspiro”. Esa es la razón, le digo, de haber evitado el
palacio presidencial, los trajes a medida, de vivir en una casa tan modesta, de
renunciar al personal de servicio. Se trata de un mensaje muy potente. Tanto
para sus conciudadanos como para otros gobernantes. ¿Cree que resuena, le pregunto,
que tiene algún impacto, que no se trata de un gesto quijotesco perdido en la
gran política, ahogado por el poder y la riqueza?
—No. Como mensaje molesta. Porque los que despilfarran lo toman como una
crítica. Y las críticas siempre duelen. Pero no tiene que ver con una postura
política; es un convencimiento filosófico de raíz muy vieja. Yo viví muchos
años en los que la noche que dormía en un colchón ya estaba contento. Cuando
salí de eso, me di cuenta de que para vivir medianamente feliz no se precisa de
tanto cacharro y tanta cosa como nos complicamos la vida. Pero en medio de la
sociedad de consumo, no puedo pretender que la gente entienda eso.
Luego se levanta, se despide efusivamente y mientras se encamina hacia el
jardín se vuelve al personal de la residencia del embajador y pide con voz
firme:
—Mate.
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